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Palabras sueltas

Escenas y episodios de la vida cotidiana que nos envuelve e involucra a todos, así como otros eventos de importancia, a veces oculta, a través de la mirada y la pluma de Edgar Allan García.

Lo que no se dijo sobre la declaratoria de
Cuenca como Patrimonio Cultural

cuenca En 1996 me ofrecieron el puesto de Subsecretario de Cultura. Acepté con la condición de que tuviera un presupuesto decente aunque, al final, todo quedó en promesas incumplidas. En ese entonces tuve claro que a) tenía que abandonar mi cómodo puesto de francotirador y empezar a hacer lo que tanto había reclamado para la cultura de mi país; y b) que yo estaba en el “bando” de la Vicepresidenta Rosalía Arteaga y eso implicaba una oposición firme y sistemática a los intentos de Bucaram de copar ese y otros espacios con su gente. Por otro lado, nunca antes había ocupado un puesto burocrático y, ni siquiera había participado en aquella campaña electoral, por lo que mal podía ser considerado un “cuadro” de ningún partido o movimiento. Mi único interés era pues trabajar por la cultura (o las culturas) en la medida de mis posibilidades.

Pronto me di cuenta, sin embargo, que no llegarían los fondos que necesitaba para plasmar todo lo que tenía en mente y que, si no hacía algo, podía terminar aplastado por la maquinaria burocrática que suele reducir a sus víctimas a firmar montañas de papeles todo el día, sin tiempo para nada más. Me propuse entonces, con mi equipo de trabajo, entre los que estaban Diego Carrasco, Freddy Peñafiel y Germánico Larriva, un plan audaz para hacer de la Subsecretaría de Cultura una generadora de grandes proyectos para el Ecuador. Queríamos, por ejemplo, ir a la UNESCO, en París, a fin de conseguir fondos para la creación de una Universidad Holística (como la de Sao Paulo-Brasil), apoyo y financiamiento para la creación de una Escuela Internacional de Marimba (viejo sueño de los esmeraldeños) y, entre otras más, la urgente declaratoria de Cuenca como Patrimonio Cultural de la Humanidad (sugerencia de Diego Carrasco, ante lo cual accedimos entusiasmados).

Lastimosamente descubrimos que los subsecretarios no contábamos con viáticos internacionales así que, decididos como estábamos, una mañana fuimos a ver a la Directora de Air France en el país (la ahora Canciller María Isabel Salvador) y, luego de explicarle lo que nos proponíamos, le pedimos que nos donara dos pasajes de ida y vuelta a París, a lo cual accedió de inmediato. Por su parte, la entonces Vicepresidenta apoyó nuestro plan y prometió conseguirnos fondos para financiar nuestro viaje aunque más tarde; sin embargo, ansiosos como estábamos de plasmar nuestras ideas, decidimos echar mano (Germánico Larriva y yo) de nuestros escasos recursos para sobrevivir unos días en la capital francesa.

En un helado París otoñal saciábamos apenas el hambre en los restaurantes árabes que eran los más baratos posibles, cada mañana desayunábamos pan baguette y yogurt en las panaderías y caminábamos largas distancias entre el hotelito donde habíamos llegado y los sitios donde debíamos acudir para realizar las gestiones. Nos sentíamos, sin embargo de las dificultades, entusiasmados; la adrenalina nos calentaba la sangre ante las perspectivas que podíamos abrir para el país. Y así fue como el esfuerzo comenzó a dar sus frutos: sin que hubiéramos realizado el trámite burocrático normal para la entrega de los proyectos, fuimos recibidos por varias autoridades para la entrega y presentación de los mismos. Lo del Patrimonio, me dijo el delegado del Ecuador ante la UNESCO, Mauricio Montalvo, estaba muy complicado. Para hacer lo que habíamos ido a hacer, nos explicó, necesitábamos realizar al menos tres meses de papeleo anterior a nuestro viaje. Lo más seguro era que el director de Patrimonio Cultural, el todopoderoso señor Von Drosde, no nos recibiera en su despacho.

Por unos segundos nos sentimos como unos ilusos pero reaccioné casi de inmediato: le pedí a Mauricio Montalvo que hiciera el favor de llamar al señor Von Drosde en ese instante y que le dijera que el Viceministro de Cultura del Ecuador estaba París y que le solicitaba una cita lo antes posible. Para sorpresa de todos, Von Drosde contestó que me esperaba en media hora. Nos habíamos saltado nada menos que tres meses de trámite burocrático. Llegamos pues, como llegan los audaces, a explicar en chaupi francés y chaupi inglés la maravilla de ciudad que era Cuenca y porqué era, de estricta justicia, nombrarla Patrimonio Cultural de la Humanidad. Von Drosde me escuchó con atención y exclamó: señor, permítame decirle que está usted de suerte, en una semana parte para Perú una delegación nuestra para evaluar una ciudad del norte de ese país y le voy a pedir que aterrice primero en Quito y se dirija a Cuenca para realizar una primera inspección. Al parecer, con ese nuevo empujón de la fortuna, nos habíamos ahorrado otros seis meses pues dichas inspecciones –burocracia de por medio- tardaban algún tiempo en hacerse efectivas.

Algo más hicimos antes de regresar: la Embajada del Ecuador en País nos informó que unas piezas arqueológicas ecuatorianas iban a ser subastadas, de forma poco clara, en la Sala Drout. Esa misma mañana nos presentamos a impedirlo porque, como sabe, dichas piezas no pueden salir del territorio nacional. Se armó un gran revuelo con nuestra intervención y una periodista de la agencia Efe me entrevistó horas más tarde. Me explicó que lo que había sucedido era poco común: la mayoría de países del llamado Tercer Mundo, me dijo, nunca reclamaban por las piezas que se subastaban en Europa, razón por la cual me felicitaba y, por mi intermedio, al gobierno del Ecuador por lo que había realizado. Cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar de regreso al Ecuador, leo en primera plana del Universo: Subsecretario de Cultura detiene subasta de arqueología ecuatoriana en París. Al parecer, lo que habíamos hecho en la sala Drout, se había convertido, de pronto, en noticia internacional.

De inmediato informé sobre mi gestión ante la UNESCO para conseguir que Cuenca fuera declarada patrimonio Cultural de la Humanidad. Todos los diarios nacionales, pero sobre todo los cuencanos desplegaron una amplia información sobre este hecho. No era para menos: habíamos sacado de un archivo del Municipio de Cuenca, en donde dormía el sueño de los justos, el proyecto de Patrimonio, lo habíamos llevado a París, había pasado por encima de innumerables impedimentos burocráticos internacionales y traíamos una buena nueva al país. Un mes más tarde renuncié irrevocablemente al puesto (la situación no era la más propicia para seguir trabajando en lo que queríamos) y un mes y medio más tarde cayó el gobierno de Bucaram, con lo cual se hizo agua la promesa de Rosalía Arteaga de reintegrarnos algo de lo que gastamos en Francia.

Desde entonces perdí contacto con todo lo que habíamos iniciado hasta que, casi tres años más tarde, me enteré por los medios que Cuenca, con toda justicia, había sido declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad. Recuerdo aún la emoción que sentí y cómo, al mismo tiempo, me apené por ciertas características que con frecuencia tiene el alma humana: el alcalde de entonces, Fernando Cordero, “se olvidó” de invitarme a la gran celebración y, por supuesto, “olvidó” mencionar cómo había empezado todo lo que entonces culminaba de manera tan propicia. Escribo estas líneas varios años después, en primer lugar porque mi amiga Betty Mejía me lo pidió expresamente al enterarse de este lado no dicho de la historia y, en segundo lugar, para sacarme una espinita que tenía hace tiempo clavada en el alma.

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