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Breviario

Aquí encontrarás páginas de la vida del escritor, episodios relatados por él mismo y que, uniéndolos y armando poco a poco una especie de rompecabezas, constituyen la autobigrafía de Edgar Allan García.

¿Por qué escribo?

xqescribo Si me lo hubiera preguntado hace años, cuando recién empezaba a escribir, de seguro diría que escribo porque no me gustan las matemáticas, los negocios, la repostería, la política; o porque no sé pintar ni con brocha gorda ni delgada, o porque no puedo patear un balón sin marcar un autogol ni correr dos cuadras sin sentir la muerte. Diría, además, que lo hacía porque mi padre era escritor, poeta para ser exactos, y periodista, en tanto mi madre era una escritora voraz que, sin embargo, nunca publicó sus escritos, y ambos, entre una soledad y otra, me rodearon de libros, lecturas en voz alta, anotaciones al margen de las páginas, y esa admiración, o más bien fascinación por los escritores y sus obras. También diría que lo hacía porque a la hora de elegir, tenía que remitirme a mi primer amor, la poesía, y a los primeros versos (“se me alborota el alma de tanto verte y de tanto quererte se me afloja el corazón”) que se los dicté a mi padre para regalárselo a mi madre, cuando apenas tenía 7 años, y de igual manera, a la ocasión en que, a falta de mi padre, leí en un teatro de la ciudad de Esmeraldas un par de sus poemas y, por toda respuesta me llenaron de aplausos, caricias y alabanzas por lo valiente que había sido al pararme ahí delante, y por lo bien que había leído los versos de mi padre, con mis no más de 9 años de edad, y cuando, para sorpresa de todos, a los 11 años decidí escribir una novela, una demasiado parecida a “El capitán de quice años”, de Julio Verne, pero en la que, a lo largo de 10 cortos capítulos, garabateé algo de lo que quería ser pero aún no podía porque me faltaban palabras, ideas, vivencias, lecturas, en tanto mi madre, cada vez que llegaban sus amigas, me pedía que leyera en voz alta “el último capítulo” de mi novela, antre la alegría de todos.

Esas, supongo, habrían sido mis razones entonces, cuando recién empezaba este camino, con no más de 20 años de edad, esto es, por un lado esa vergonzante suma de mis inutilidades para otras áreas de la vida y, por otro, mis raíces, mi entorno, mis inspiraciones familiares. Sin embargo, ahora que ha pasado el tiempo, puedo agregar otras que descubrí durante el trayecto; por ejemplo, me di cuenta de que yo escribía más, incluso de manera febril, cuando tenía pendiente algo que no me gustaba hacer: por ejemplo, corregir los exámenes de mis alumnos, o hacer la declaración del impuesto a la renta, o salir a buscar un trabajo complementario porque el de profesor nunca alcanzaba: la escritura se volvía entonces en una forma de evasión que, curiosamente, provocaba un encuentro con lo más profundo de mí y, en esa medida, se convertía en una catarsis que, aunque casi siempre me dejaba con las vísceras afuera, era mi refugio ante los apremios cotidianos, me elevaba como ser humano y me daba a beber de mi propio veneno sólo que, en vez de morir, me volvía cada vez más terriblemente consciente de mí mismo y de mi entorno.

En el acto creativo, ahora lo sé, no sólo escribía sino que me escribía o rescribía, no sólo hacía “algo” sino que me iba haciendo en ese hacer; y, casi siempre, al explorar una imagen, una resonancia poética, lo que en realidad hacía era explorar mi propia imagen, mis propias resonancias interiores; en tanto, trabajar sobre un personaje, no era otra cosa que trabajar sobre mis dimensiones ocultas, mis sombras, mis laberintos que, de otra forma, no hubiera explorado.

No creo, eso sí, que un escritor sea mejor ser humano que otro que no lo sea; he visto de cerca la miseria humana anidada en el corazón de quienes escriben maravillosas páginas en torno a la ternura, la compasión, la solidaridad y la necesidad de un mundo mejor, pero creo que en cierta medida somos, soy como la flor de loto que crece en el pantano y, una vez que se expande en la superficie, exhala su mejor perfume. Ese perfume es mi escritura. A través de ella digo, entre otras cosas: esto es lo que soy, esto es lo que somos, esto es lo que podemos ser si algún día nos lanzamos al abismo o subimos hasta la cima de esa montaña.

Es por otro lado falso que yo escriba para niños: yo escribo para seres humanos. Me gusta asombrarlos, deleitarlos, sorprenderlos, intrigarlos, estremecerlos, hacerlos reír, pensar, recordar, imaginar, rabiar, soñar... Ellos –sus voces, sus ecos, el brillo de sus ojos- son mi espejo, al tiempo que soy su propia imagen reflejada en el espejo, ése en el que los descubro mirándome mientras creen que se miran a sí mismos. Tal vez por eso quiero todo el tiempo decirles al oído lo que acaso no pueden o no quieren decir ellos mismos; o susurrarles palabras que quieren o tal vez no quieren escuchar. Y todo ello porque me gusta pensar que son mis/nuestras palabras, que es mi/nuestro secreto, que son parte de mi/nuestro sueño, tan íntimo y sin embargo tan colectivo.

Siento que las palabras se echan a volar luego de que mi corazón –valiéndose de mis dedos- aplasta una tecla tras otra hasta formar grandes bloques de signos que son símbolos que son resonancias de lo más profundo de mi alma, pero que, una vez en el aire, ya no son mías nunca más: el paraje que imaginé, entra a formar parte del paisaje imaginario de otras personas, el personaje que creé con fragmentos de mí mismo y de personas que conocí a lo largo del camino, ahora se sienta al lado de un lector desprevenido que acaso descubre que ese personaje se parece a sí mismo y a otras personas que conoció a lo largo del camino. Imagino un diálogo con ese lector que soy yo mismo, con ese lector al que le cuento mis historias y le leo mis poemas, y con el que comparto mi vida -la real y la imaginaria que muchas veces es más real que la realidad misma- y lleno mi soledad con su multitudinaria, silenciosa presencia.

Ahora sé que escribo para levantarme en puntillas y atisbar lo que se extiende al otro lado del muro; para vivir en vez de sobrevivir; para no tener que limitar mis espacios a las cuatro esquinas del día y la noche; para acariciar el espejismo de tener un universo entero en medio del universo fragmentado por el que a diario transito; para no tenerle miedo a mi propia sombra; para amar mi sombra; para ser mi propio camino; para suplir con manos invisibles y rostros indescifrables mis viejas horfandes; para entender mis yoes aunque siempre termine ganándome el misterio del vacío; para hablarme a solas y consolarme diciéndome que mi vida tiene un propósito; para decir lo que no dije durante años; para callar con palabras los silencios que no pude callar cuando debía; para sentir el privilegio de saberme humano y entender, al fin, que eso más que suficiente.

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